miércoles, 24 de junio de 2009

Mi silla de ruedas no es ninguna cruz

Publicamos una entrevista que desde Fluvium.org han hecho a Maria Luisa en en la sede de Cidon, empresa especializada en proyectos y suministros para la decoración de hoteles y de la que Ruiz Jarabo es socia activa y fundadora.

-Estuvo cerca de un mes en coma. Tras despertar, ¿qué cosas recuerda?
-A mi padre, por ejemplo, diciendo que no había nada que hacer, pero que no me preocupara, que todo estaba en manos de Dios.
-¿Le tranquilizó?
-Muchísimo. Mi familia, mis amigos, la gente no sabe cómo se volcaron. También me ayudó mucho la Madre Teresa de Calcuta.
-¿La Madre Teresa?
-Antes del accidente, yo estaba con un libro de ella en el que decía ver a Jesucristo en las personas más desvalidas. En el hospital, donde las enfermeras tenían que lavarme porque yo no podía moverme, pensaba en lo de Madre Teresa y era un subidón.
-¿Cómo lo mantuvo?
-Pensando: Si esto me ha pasado a mí, estadísticamente no puede pasarle a nadie más de mi familia. Me sentía, en cierto modo, una salvadora. Sé que es falta de humildad, pero pensarlo me ayudó muchísimo.
-¿En ningún momento se enfadó con Dios?
-¡Para nada! Desde el principio le sentí ahí, muy cerca, sin abandonarme un momento. Por eso nunca me he deprimido ni he querido dejar de vivir.
-O sea, que su vida tiene sentido.
-Un sentido distinto, pero sentido al fin y al cabo. Me ha tocado ser tetrapléjica ¡pues a dar lo mejor de mí misma!
-Acepta los planes de Dios. Y ya que hablamos de planes, ¿cuáles son los suyos respecto a Él?
-Ir a misa los domingos, por ejemplo. Recuerdo que de joven me costaba muchísimo, me parecía un suplicio; tanto, que a veces me la saltaba. Ahora, en cambio, me encanta.
-¿Por qué?
-Pues no lo sé. Pero me encuentro bien allí. Es algo que me inspira mucho. De hecho, suelo salir de la iglesia contenta, sonriendo. Aunque donde más disfruto de la misa es en Camboya.
-¡En Camboya!
-Es donde paso los veranos. Mi amigo Quique Figaredo, que es misionero jesuita, vive allí desde hace veintitantos años. Tiene un montón de proyectos de ayuda para niños con todo tipo de discapacidades.
-¿Y porque disfruta tanto de la misa allí?
-Por la forma en que los católicos, que son minoría, viven su fe. Sobre todo los jóvenes. ¡Es alucinante! ¡Qué maravilla! Nada que ver con España.
-¿A qué lo atribuye?
-A la falta de bienestar material. Eso facilita el acercamiento con Dios.
-Sigamos con su plan de vida espiritual.
-He empezado a ir con una amiga a las adoraciones al Santísimo que se organizan en el seminario de Madrid. ¡Son una preciosidad!
-Más.
-La semana pasada fui con esta amiga mía, que es fenomenal, a una clase de Biblia. ¡Apasionante! Creo que el año que viene me apunto.
-¿Y qué pensará si algún día toca comentar la curación del paralítico?
-Pues que qué estupendo. Pero, fíjese, nunca he pedido para un milagro.
-¿Nunca?
-Nunca. Es que prefiero pedir otras cosas, que creo que son más importantes. Porque para mí la silla de ruedas no es ninguna cruz. Y si lo fuera, ¡qué gozada de cruz!
-¿Por qué?
-Porque ha mejorado mi vida.
-¡Pero si ha perdido movilidad!
-Eso es fácil de suplir: mi silla son mis piernas.
-Me rindo. ¿Cuáles son las ventajas?
-¿Aparte de no tener que hacer cola y entrar gratis en los museos?
-Aparte.
-La gente a la que he ido conociendo. Porque, ¿sabe?, la silla atrae a personas buenas, con ganas de ayudar, especialmente sensibles, que merecen la pena.
-Más ventajas.
-Mi vida espiritual, que me llena un montón. Hasta el punto de sentirme privilegiada, de darle gracias a Dios por todo.

miércoles, 10 de junio de 2009

Padres fuertes, hijas felices

No es fácil encontrar un libro tan completo, ameno y profundo de educación como este. Así que lo seguiré aconsejando porque hace mucho bien.
Una de las cosas que más me han gustado de este libro es que da razones para no creerse raros los que con exigencia y sacrificio educan a sus hijos en contra de la mayoría.

A los dieciocho años, Ainsley se marchó de casa para estudiar en una prestigiosa universidad americana. Durante el primer curso todo marchó sobre ruedas: hizo muchas amigas y sacó buenas notas. Pero luego la cosa se torció. Empezó a beber demasiado, dejó de asistir a clase y, al final, fue expulsada de la universidad.
Al regresar a casa, su madre se mostró inflexible. “Te has comportado estúpidamente”, le dijo. “Has arrojado tu futuro por la ventana. Has avergonzado a tu familia”. En mitad de la bronca, su padre se acercó a Ainsley y le susurró: “¿Te encuentras bien?” Ella rompió a llorar.
“No se puede imaginar cómo me afectó aquello”, explica Ainsley a la doctora Meeker. “Eso pasó hace treinta años. El amor que siento por mi padre en este momento es algo tan fresco y tan reciente como lo fue entonces (…) Supe que era a mí, y no a los logros que pudiese alcanzar, a quien realmente amaba”.
El caso de Ainsley es uno de los muchos relatos que Meeker ha escuchado en su consulta. Tras veinte años de experiencia clínica, asegura que el padre es la figura más influyente en la vida de sus hijas. Un padre, dice, puede marcar la diferencia.
Un ambiente difícil
Por su experiencia, Meg Meeker señala que las chicas de hoy se encuentran expuestas a más riesgos que las de antes (trastornos alimentarios, enfermedades de transmisión sexual, depresión, fracaso escolar, alcohol, drogas…); y son los padres los únicos que pueden interponerse entre ellas y el ambiente social que las rodea.
“Vogue y Cosmopolitan le dirán a su hija de dieciocho (o de diez) años que su valor e importancia se basan en tener una figura esbelta y un pecho atractivo, en llevar vestidos caros y a la moda y en ser una de esas chicas en las que se fijan los hombres”.
Meeker pide realismo a los padres. El hecho de que sus hijas estudien en un colegio privado o en uno religioso, dice, no las inmuniza contra el ambiente. Entonces, ¿qué se puede hacer? “Sí, es cierto que tanto la televisión como la música, las películas y las revistas ejercen una enorme influencia sobre las chicas, marcando las pautas de lo que deben pensar y vestir (…); pero su influencia no llega ni con mucho a la que puede ejercer un padre”.
Ella necesita un héroe
Después de algunos meses de separación, Doug decidió volver a vivir con su mujer. Durante las primeras vacaciones que pasaron juntos sufrieron un terrible accidente de coche y ella se quedó en coma; al despertar, no recordaba nada. Entonces Doug cambió su plan de vida; se jubiló anticipadamente y se hizo cargo de su mujer y de sus hijas.

Doug es un héroe porque salvó a su familia. Nadie le llega a la suela de los zapatos. Así lo piensa Mindy, su hija mayor: “Quizás otro padre no hubiera sido capaz de hacerlo: despertar cada mañana a una esposa que no te conoce y volver a enseñarle el contenido de veinticinco años de matrimonio. Pero él nunca se rindió”.
Con frecuencia las chicas asignan el papel de héroe a su padre, normalmente sin que él lo sepa. Desde pequeñas piensan que ellos son los más fuertes, los más inteligentes y los más capacitados del mundo. Cuando las hijas crecen se dan cuenta de que, en realidad, sus padres son personas corrientes. Pero no importa: ellas seguirán pensando que son héroes, siempre que ellos vivan con integridad y honradez.
Las chicas esperan que el matrimonio de sus padres dure, aunque esto suponga muchos sacrificios. Si un padre permanece junto a su mujer a pesar de las dificultades, se convertirá en un héroe para su hija. Pero si la abandona, el héroe se derrumba. Es aquí donde entra en juego la fidelidad.
Creo que me salvó la vida”. La mayoría de los padres se alejan de sus hijas adolescentes pensando que necesitan más libertad y más espacio para desarrollar sus actividades. Frente a este modo de pensar, Meeker recomienda a los padres que pasen tiempo con sus hijas y que les presten atención. “Haga lo que haría naturalmente, como hombre que es: pase más tiempo escuchando que hablando. Si la escucha, ella se sentirá querida”.
La cultura dominante nos ha hecho olvidar que los hombres y las mujeres piensan de forma diferente. Un padre puede ver un partido de fútbol con su hijo, sin decir una palabra, y sentirse los dos a gusto. Pero las hijas no están hechas de la misma pasta. “Esté donde esté, asegúrese de que ella percibe que usted se da cuenta de que está a su lado. Hágale preguntas y escúchela. Las chicas odian sentirse invisibles”.

En la década de los setenta del siglo XX, el padre fue presentado como una figura autoritaria que pretendía imponer sus normas a una juventud ansiosa de libertad. Hoy en día esta idea ha calado en la mente de muchos padres; temen que si imponen a sus hijas demasiados límites, ellas se rebelarán.
Frente a este planteamiento, Meeker asegura que la autoridad no provoca traumas a las hijas; al contrario, es lo que más les acerca a sus padres y lo que hace que les respeten más. De hecho, las chicas más problemáticas e infelices son las que han tenido padres permisivos.
Algunas de estas chicas acuden a la consulta de Meeker y se quejan de que sus padres nunca se han atrevido a establecer reglas. “Hablan de padres que quisieron evitar a toda costa cualquier tipo de conflicto, y que, por consiguiente, no han querido comprometerse hablando con sus hijas, o enfrentándose a ellas cuando se equivocaban en sus decisiones”.
Meeker considera que los padres tienen que recuperar la confianza en sí mismos y no tener miedo a educar según les dicte el sentido común.
“Permítame que le cuente un secreto sobre las hijas de todas las edades: les gusta presumir de lo duros que son sus padres, no sólo físicamente, sino también de lo estrictos y exigentes que son con ellas. ¿Por qué? Porque esto les permite darse tono sobre lo mucho que ellos las quieren”.
La religión importa
A nadie le extraña que los padres traten de enseñar a sus hijos todo lo que saben de literatura, matemáticas, historia o geografía. Sin embargo, cuando se trata de hablarles sobre Dios, algunos padres optan por escurrir el bulto. Es preferible, piensan, dejarles libres y no imponerles las propias convicciones religiosas.
Este modo de pensar, explica Meeker, no tiene en cuenta un dato básico: que todos los seres humanos tenemos un interés natural por lo religioso.
Los niños –explica Meeker– siempre quieren saberlo todo sobre Dios. Sus preguntas son intuitivas. Si usted no proporciona una guía a su hija, ella buscará las respuestas por su cuenta; lo que quiere decir que su autoridad quedará suplantada por la de otra persona”.
“Su hija necesita a Dios por dos razones: porque necesita ayuda y porque necesita esperanza. Él le proporciona esa ayuda y le promete que su futuro será mejor”, concluye Meeker.


Fragmentos tomados de Aceprensa